martes, 19 de enero de 2010

RÉQUIEM POR EL DÓLAR


Tras un dominio glorioso, ¿se ha convertido la moneda verde en el General Motors de las divisas, la víctima de una mala gestión?
Por: James Grant

Ben S. Bernanke no sabe la suerte que tiene. Las críticas implacables de políticos son una cosa. Pero la soga de un verdugo, otra muy distinta.
La sección 19 de la primera legislación monetaria de Estados Unidos, la ley Coinage de 1792, establecía la pena de muerte para todo funcionario que devaluara fraudulentamente el dinero de la gente. ¿Fue la frenética impresión de billetes verdes para rescatar a Wall Street el año pasado una especie de estafa? Si el Senado de EE.UU. determina que así fue, Bernanke podría verse obligado a volver a casa a Princeton. Pero ni siquiera Ron Paul, el republicano texano detrás de la solicitud de un proyecto de ley para someter a la Reserva Federal de EE.UU. a periódicas auditorías del Congreso, ha pedido la cabeza del presidente de la Fed.
Sin embargo, me pregunto, cuánto habremos evolucionado en estos 200 asombrosos años. En reconocimiento del mérito de la modernidad, el dólar marcó un hito global. No hay un ejemplar más exitoso en la historia del dinero que la icónica moneda verde de EE.UU. Pese a carecer de valor intrínseco y colateral, el dólar pasa de mano en mano por todo el mundo. Más de la mitad de los US$923.000 millones en circulación está en los bolsillos de extranjeros.
En la antigüedad, el "solidus" no conocía fronteras. Pero era algo tangible, una moneda de oro acuñada por el Imperio Bizantino. Desde la Batalla de Waterloo, en 1815, a la Gran Depresión de los años 30, la libra esterlina llevó la voz cantante. Pero podía convertirse a oro: uno pasaba los billetes por la ventanilla y el Banco de Inglaterra le devolvía el valor equivalente en lingotes del metal precioso. El dólar se basa en la fe. No hay nada que lo respalde salvo el Congreso de EE.UU.
Crisis de confianza
Pero ahora el mundo está perdiendo la fe. No es que el dólar esté sobrevaluado: economistas de Deutsche Bank estiman que está 20% demasiado barato frente al euro. El problema está en la gestión. La moneda verde es una vieja marca gloriosa que se parece cada vez más a General Motors.
Uno se lleva la impresión de que Bernanke no alcanza a entender lo delicado de la situación. No comprende que el dólar de puro papel es una invención de apenas 38 años, en realidad, prácticamente nueva. De hecho, historiadores y matemáticos están de acuerdo en que desaparecerá. Las monedas de papel son un derroche de recursos. Con el tiempo, pierden todo su valor. Una inflación persistente incrementa la presión que enfrenta en el curso de medio siglo. Antes de que se dé cuenta, el billete que tiene en su billetera no le permitirá comprar ni un paquete de chicles.
Durante gran parte de la historia de EE.UU., el dólar podía cambiarse por oro y plata. Por muchos años, la tasa de cambio era de una onza de oro (28,35 gramos) por US$20,67. Tras la devaluación de Roosevelt, la tasa de cambio pasó a una onza de oro por US$35. Después de 1933, sólo los gobiernos extranjeros y los bancos centrales tenían el privilegio de cambiar los billetes que no querían por oro. Sin embargo, para fines de 1960, algunos de los tenedores internacionales de dólares, especialmente Francia, empezaron a exigir oro. El presidente Richard Nixon terminó con ese problema en agosto de 1971 cuando suspendió todo el sistema de conversiones. Desde entonces, el dólar en sí ha sido un pagaré sin valor.
Para entender un poco mejor el aprieto en el que nos encontramos, podría ser útil comprender el sistema que dejamos atrás. El estándar de oro constituía una máquina bien aceitada. El metal se movía literalmente y con eso mantenía bajo control lo que hoy conocemos eufemísticamente como "desequilibrios". Digamos que cierto país norteamericano estaba incurriendo en un persistente déficit comercial. Bajo el sistema monetario que no tenemos, y por cuya recuperación sólo unos pocos abogan, el país deudor no le entregaría a sus acreedores pequeños pedazos de papel fácilmente duplicables, sino lingotes de oro macizo. El oro era dinero (aún hoy es dinero) y cualquier pérdida desataría una serie de dolorosos pero necesarios ajustes en el país con el déficit. Las tasas de interés subirían, el crédito se congelaría y sus exportaciones aumentarían en detrimento de sus importaciones. Al final, el país deficitario sería puesto en una especie de nivel competitivo. El oro volvería a entrar. En cambio hoy, los dólares se amontonan en las bóvedas de los acreedores asiáticos de EE.UU. No hay mecanismo de ajuste, sólo reproches.
En 1971, los últimos resquicios que quedaban del estándar de oro fueron eliminados. Un paso acertado según algunos economistas, quienes argumentan que su supervivencia habría prolongado la Gran Depresión. Probablemente también habría empeorado nuestra Gran Recesión. En este contexto, el método de Bernanke de multiplicar el dinero sería la solución, pero esto supone una fuente en sí de problemas. El mismo método de Bernanke fue una de las causas de la reciente crisis. Atado a la disciplina impuesta por una moneda convertible, el país se habría visto obligado a atravesar el desagradable proceso descrito en los párrafos anteriores para curar su déficit comercial. Pero (y ahora estoy especulando), ese proceso de corrección habría salvado al país de sufrir una experiencia (financiera) cercana a la muerte. Bajo un estándar de oro apropiado, EE.UU. no podría haberse endeudado hasta la coronilla.
Economía en equilibrio
Un adecuado estándar de oro facilita el balance en los asuntos financieros y comerciales de las naciones participantes. El sistema de papel promueve y perpetúa los desequilibrios. En ningún momento desde 1976 EE.UU. ha consumido menos de lo que produce (tal como lo mide la balanza de comercio internacional). Es un déficit de 32 años que sigue avanzando.
¿Por qué ha persistido tanto tiempo esta diferencia? Porque EE.UU. es el único autorizado a pagar sus cuentas con la moneda que sólo él mismo puede imprimir legalmente. La envía a los bancos centrales de sus acreedores asiáticos. Y éstos, obedientemente, vuelven a invertir estos dólares en valores estadounidenses. Es como si el dinero nunca se hubiera ido.
Sin embargo, hay un problema. Los bancos centrales de Asia no adquieren sus dólares con nada. Los compran con la moneda local que ellos mismos imprimen. Parte de este dinero lo logran esconder bajo la alfombra, o "esterilizar", pero otra parte entra al flujo local de pagos, donde alimenta los alborotados mercados alcistas del continente.
Un economista monetario de Marte se rascaría su puntiaguda cabeza ante nuestros arreglos monetarios del siglo XXI. ¿Qué es el dólar?, preguntaría. Pero no recibiría respuesta alguna. El marciano no podría descubrirlo porque los terrícolas no lo saben. El valor del dólar no está definido. Su relación a otras divisas es igualmente contingente. Algunas tasas de cambio flotan, otras se hunden y otras están atadas a la moneda verde. Desalentado, el alienígena se devolvería a su planeta.
Tampoco los fantasmas de las finanzas sabrían qué hacer si de repente regresaran de donde están pasando su eternidad. Alguien tendría que contarle a Alexander Hamilton que su sistema de monedas ha pasado a la historia. Probablemente habría que explicarle varias veces que el Congreso ya no acuña el dinero y tampoco regula su valor. En su lugar, delega esta función a Bernanke, un destacado estudiante de la Gran Depresión que cree que la cura para el exceso de deuda es imprimir más dinero.
En conclusión, el marciano se quedaría perplejo y nuestros antepasados, angustiados. ¿Y qué pasa con el resto de los seres vivientes? Nosotros tampoco estamos satisfechos. Pero al menos, al estar vivos podemos hacer algo para cambiar las cosas. Lo correcto, en mi opinión, sería rescatar la red de seguridad del dinero y las finanzas. Colateralizar el dólar para que se pudiera cambiar por algo con valor genuino. Habría que sacar a la Fed del negocio de fijación de precios y sustituir a Ben Bernanke. Una última recomendación: habría que volver a los estatutos de la sección 19 de la Ley Coinage de 1792 y sustituir la pena de muerte por la cadena perpetua. Después de todo, estamos en el siglo XXI.

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